La sociedad contemporánea está teñida de un principio santificado por teóricos y empiristas: la centralización. Los sistemas económicos, hasta hace muy poco, basaban su eficacia y rendimiento en una rígida centralización planificada. Al mismo tiempo los cerebros de la especialización rendían culto a esa encarnación del pensamiento de las élites renacentistas. Era la exaltación de los tiempos modernos, la época del progreso ininterrumpido y el ascenso del confort. Los grupos sociales dominantes se regocijaban por el avance de la automatización y la vertiginosidad del mundo. Todo fue empapado por esta concepción.